«Nuestro verde es bárbaro». Así describía Tarsila do Amaral (1886-1973) uno de sus colores fetiche: un verde salvaje, puro, amazónico. El verde Brasil. «A los verdaderos brasileños les encantan los colores contrastados. Declaro, como buena caipira (campesina), que encuentro bonitas ciertas combinaciones que me han enseñado a considerar de mal gusto», admitía la artista que inventó la idea del Brasil moderno. Ella pintó los carnavales, unas favelas idealizadas, una selva simbolista, monos y animales míticos, un Sao Paulo de rascacielos… El Guggenheim de Bilbao redescubre a la genial Tarsila do Amaral en Pintando el Brasil moderno, una ambiciosa retrospectiva que reúne cerca de 150 obras, la mayoría procedentes de los principales museos brasileños.
«Existe una diferencia enorme entre lo que Tarsila representa en Brasil, donde es un icono del arte moderno, y en Europa, donde apenas se la conoce», apunta la comisaria Cecilia Braschi, experta en arte europeo y latinoamericano del siglo XX. Tras el éxito de su estreno en el Musée du Luxembourg de París, la exposición llega a España para mostrar las espectaculares obras de Tarsila, que apenas se han visto en nuestro país desde la primera muestra que le dedicó la Fundación Juan March en 2009. Pero también revela su fascinante personaje, la elegante mujer de clase alta con una vida novelesca que llegó a pasar un mes en la cárcel, en plena dictadura de Getúlio Vargas, por coquetear con el comunismo. «Tarsila formaba parte de una élite y usó sus privilegios para acceder a ciertos espacios. Sin embargo, ella era una militante de izquierdas y su arte no era el que se esperaba de una mujer. Venía de la aristocracia y para los pintores de las clases populares no tenía legitimidad para denunciar las injusticias sociales», señala Braschi.
‘Pequeña caipira (Caipirinha)’, de 1923.Colección Luiz Harunari Goshima
Tarsila nació en el seno de una familia culta de terratenientes, en una hacienda en Capivari, zona de campo a 140 kilómetros de Sao Paulo. La suya fue una educación afrancesada, con clases de piano y un primer viaje a Europa con solo 16 años, cuando vino a la efervescente Barcelona modernista con su hermana para estudiar en un internado católico. Vivió dos años en España y aquí pintó su primera obra, siendo aún una adolescente: Sagrado Corazón de Jesús (1904), un Cristo con manto rojo sobre fondo azul (aunque no se incluye en la exposición). A su regreso, ya con 18, se casó con un primo de su madre, André Teixeira, con quien tuvo a su única hija, Dulce. Pero se separarían al cabo de unos años, cuando ella se mudó a Sao Paulo para estudiar pintura, montar un taller, escribir poesía… Y en 1920 se fue a París.
Pintando el Brasil moderno empieza en ese momento: una vista impresionista desde su hotel en la calle del Louvre y la callejuela de su atelier en ¿Montmartre?, ¿acaso Montparnasse? No, es su taller en el centro de Sao Paulo, pintado al estilo parisino. «Queríamos que el público entrara con esta paradoja. No nos imaginamos cuánta importancia tuvo la cultura europea en la creación de la modernidad en Brasil. Y la obra de Tarsila se enmarca en esta dialéctica», apunta la comisaria. En sus telas, París y Sao Paulo se superponen, Tarsila los fusiona para crear su propia leyenda brasileña.
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‘Autorretrato’ (1923) de Tarsila do Amaral.Museu Nacional de Belas Artes/Ibram, Rio de Janeiro
«No describe tanto lo que es Brasil, prácticamente lo inventa en un momento de construcción de la identidad nacional. Su intención era crear un arte, un Brasil, un pueblo. No olvidemos que formó parte de un grupo de escritores y artistas que querían configurar un arte propio del país», destaca Braschi. Se refiere al Grupo de los Cinco, en el que destacaba la brillante pintora Anita Malfatti y el poeta rebelde Oswald de Andrade, con quien acabaría casándose tras un largo proceso de divorcio(previo viaje a Roma para obtener la bendición del Papa).
Del clasicismo académico de sus primeras obras, Tarsila evoluciona rápidamente a un cubismo de sabor tropical, de colores intensos que poco tienen que ver con el fauvismo europeo. «El cubismo libera, ya que tiene la ventaja de ser una escuela de invención», decía Tarsila. Si las potentes líneas de Braque o Picasso a veces parecen cortar como un cuchillo, las de Tarsila se deslizan con suavidad, curvas como los tallos de sus palmeras y montañas. El desfile de paisajes geométricos en la exposición es una auténtica delicia: una selva frondosa, una aldea de casitas típicas, un vendedor de piñas en un barquito… Y, de repente, aparece la majestuosa A Negra (1923), el retrato de una mujer negra de voluminosos pechos y labios. Una obra controvertida -sobre todo desde una óptica contemporánea-, que ha sido tachada como «una perpetuación de los estereotipos racistas y sexistas». Pero en su momento se interpretó como un homenaje moderno a la población afrobrasileña, casi un tótem esculpido sobre tela. Tal era la intención de Tarsila.
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‘La metrópolis (A Metrópole)’, de 1958.Colección Ortiz Nascimento, São Paulo
Los felices años 20 supusieron su consagración: la crítica parisina se rindió a su «frescor exótico», a su «delicadeza toda femenina» (basta ver sus elegantísimos autorretratos).Pero en 1929 Tarsila se marcha a la URSS junto al médico Osório César, un intelectual de izquierdas (y su nueva pareja tras la ruptura con Andrade). Su estilo da un giro radical. «Ya no pinta según la vanguardia europea, sino desde el realismo social de la URSS y el muralismo mexicano que se convierte en la nueva referencia visual de Latinoamérica», apunta Braschi. De los frescos de la selva pasa a los de los trabajadores de las fábricas. Pero su pintura sigue siendo bárbara como el verde Brasil.
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