Literatura y compromiso

J.P. Sartre, en ¿Qué es literatura?, obligaba a los prosistas al compromiso social y político, pero ni siquiera soñaba con intentarlo entre la grey poética, situada, no sé si a su pesar, entre los cultivadores de las otras artes, también relevados de cualquier tipo de compromiso que vaya más allá de la esfera privada y de la satisfacción de su ego. Su argumento para tan relevante distinción era del siguiente tenor: el poeta no señala, no significa con sus palabras, se recrea en ellas y juega con ellas como el pintor con sus colores y líneas, el músico con sus sonidos y el escultor con sus formas; el poeta queda hechizado por la forma de las palabras, incapaz de atravesar su piel hasta su contenido; y si las palabras del poeta no significan, ¿cómo va a intentarse comprometer a la angélica grey, extasiada por el resplandor que las palabras, incontaminadas de ganga terrestre, desprenden?

Viene esto a cuenta de poder proporcionar a los poetas supernovísimos un argumento más, entre otros de los que sin duda dispondrán, para denostar la poesía social que tantos estragos estéticos debió de hacer en otro tiempo. (En una de esas orgías declamatorias de las que tanto abusan los nuevos poetas, alguno de ellos esgrimía un concepto pobre de lo social referido a la dictadura española, como si los problemas político-sociales se hubieran evaporado en una democracia tan lábil como la española). Pero lo cierto es que el argumento de Sartre es apenas convincente, menos aún cuando las fronteras entre poesía y prosa son difícilmente delimitables y ahora borradas con entusiasmo novicio por los mismos que podrían servirse del razonamiento sartriano, en todo caso desoyendo la idea de Goethe de que no hay poesía sin musicalidad. Es difícil sostener con Sartre que los materiales pictóricos no signifiquen más allá de ellos, para lo tendrían que carecer de contenido, lo que dejaría ciertamente a las formas carentes de significado. Si “ese desgarramiento amarillo” del cuadro del Tintoretto ha sido visto por Sartre como angustia es que significa precisamente eso, incluso aunque signifique “a un tiempo angustia y cielo amarillo” o “angustia hecha cosa”.

Sin embargo, no voy a entretenerme en este argumento que podría ser rebatido por otros de distinta concepción estética, sino en otros puntos que pudieran hacer meditar a los nuevos artistas y quizá liberarlos del señuelo escapista del arte por el arte, de esa esquizofrenia entre su vida privada y pública, entre su obra escrita y su posición político social. No me refiero, evidentemente, a que el artista se deba sentir coaccionado por la militancia partidaria, lo cual es poco rentable estéticamente, aunque lo sean de otra clase, sino a que en su obra debieran reflejarse indirectamente sus particulares convicciones ético-políticas. Naturalmente que el escritor y el artista se comprometen con su obra, no en los mítines ni en las barricadas.

No hace demasiado tiempo, pero también es válido para ahora, Benedetti puso de relieve, en el diario El País, la ausencia de responsabilidad moral y política de la intelectualidad. Filósofos posmodernos, poetas novísimos y escritores y artistas del más variado pelaje se dedican con intensa fruición al cultivo de un “neonarcisismo radical», para emplear una expresión de Lipovetsky, desertando de sus responsabilidades sociales. Y no sólo los escritores de origen burgués, a los que Sartre veía proclives a esa tentación, sino los de cualquier extracción social declinan sus obligaciones sociopolíticas y se retiran a su jardín privado. Atrapados por la ideología capitalista o torpeizquerdista o woke, como se llama ahora, sin capacidad de reacción, prefieren adaptar sus organismos mentales a la situación imperante antes que perecer en un medio hostil, inventando para ello pensamientos débiles y vanguardias que les eximan de la crítica de los sistemas presentes y racionalizando sus privados intereses en forma de posiciones estéticas o de otra clase tan viejas como el mundo.

La aceleración del ritmo histórico que vivimos sólo atañe al incremento de satisfacción de nuestras necesidades superfluas, pero no conmueve los cimientos de su reproducción mecánica y su desarrollo arbitrario ni cuestiona la imagen capitalista y pseudosocialista del hombre como consumidor voraz de mercancías. Y ése es el asunto que sigue presente hoyen las verdaderas vanguardias no reaccionarias. También la aceleración del tiempo mengua nuestra memoria histórica y hace que olvidemos pronto lecciones que aún están vigentes, entre ellas el ejemplo comprometido de Sartre, pese a que desde la perspectiva de hoy se vea como una elección errónea, quien decía palabras que no me resisto a transcribir: “si en ciertas épocas el arte se dedica a fabricar chucherías de inanidad sonora, eso mismo es un signo; indica que hay una crisis en las letras y sin duda en la sociedad”. Diagnóstico coincidente con el de otro intelectual contemporáneo, García Bacca: “Mucho me temo que el arte y la literatura moderna, la de esos que se llaman vanguardistas, no pase de ser diccionarismo, unas veces, otras, puro juego de dados, con notas o palabras, colores o figuras, a ver qué sale”.

Una consecuencia evidente de semejante estado de cosas es la incomunicación del que escribe para las minorías, haciendo suyo el lema de aquel monstruo estético que fue Juan Ramón.

En cuanto a la poesía, ¿treinta o cuarenta años de renovación? Lo dudo. Todo renacimiento supone una decadencia. Pero ¿en qué pasado próximo ubicar esa decadencia? ¿En la poesía del 27, del 39 o del 50? Eso es imposible para cualquiera que piense honestamente. Todo renacimiento comporta plenitud, claridad racionalidad, humanismo, pero ¿qué se ha hecho hoy de esos conceptos? Mandarlos al limbo de las abstracciones nefandas. El arte no es sólo, como decía Hegel de la filosofía, el tiempo apresado en pensamiento estético, sino que también tiene que ser fuerza social contra la alienación del hombre. Y si no, sólo es entretenimiento, disquisición huera, palabrería superflua y masturbación mental. Estamos en época de decadencia, pero no hay que adaptarse simplemente a ella, metamorfosearse en sus diversas crisis. Y como en toda época de decadencia se vuelve al manierismo, a lo ininteligible, a lo estrambótico, morboso y a la filosofía barata que sustituye a la música y al sentimiento.

En la confusión reinante cada uno tira por donde puede. Crecen los copistas de lo nuevo, proliferan los imitadores de unos y de otros, los imitadores de Cavafis, los estetas amanerados, los poetas adrede con el alma seca, los mercachifles del juego intrascendente y cursilón, los voceros de pedigrí extranjero, muy leídos, los paladines del retruécano, del hipérbaton y la elipsis. Conspiran sin descanso los hierofantes del lenguaje esotérico, que celebran sus ritos formalistas en herméticos cenáculos, buscando la piedra filosofal que convierta cualquier porquería estética en el oro de la poesía pura. Exultantes de vanidad se coronan en sociedades de bombos mutuos y el que más grita o desbarra en excéntricos experimentalismos se alza con el laurel en talles justas.

Los críticos, por su parte, ayudan a pervertir el panorama: hay que estar bien recomendado para salir en los papeles y en la fotografía de una nueva generación de poetas, escritores o artistas. Por algo se lleva una poesía ‘críptica para críticos, únicos que dicen entender el galimatías, oscura, impenetrable y jeroglífica, elaborada en los sutiles alambiques de un refinamiento intelectualoide de peluca que poco sabe del verdadero sentimiento y de la razón inquieta. Se llama libertad estética lo que no es más que poesía prosaica.

Se ha repetido hasta la saciedad como argumento contra la poesía social que el contenido no califica al arte ni a la poesía. ¡Tonterías! El arte es contenido dotado de una forma, es obra del hombre total, y un arte sin contenido es un silencio absurdo. Obsesionados con la moda, como en todo, con estar a la última, con la originalidad a toda costa, la caterva de poetas, escritores, artistas, críticos y editores de cualquier clase se aplica a destruir como ávidos comerciantes lo que aún no ha dado tiempo a consumir. Ya es hora de que el poeta y el artista abandonen su laboratorio y salgan a la calle, no a buscar el aplauso fácil, sino a pulsar las inquietudes del pueblo, a hacerse político no del poder sino contra el poder, en lugar de perderse en el laberinto de los malabarismos verbales.

Fuente: Noticia original

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