La sociedad del mal espectáculo

El pueblo mexicano es, como decía mi maestro, no justo sino justiciero. En lo que concierne a la esfera pública (desde la política hasta la vida privada de una celebridad), no estamos dispuestos a escuchar, y mucho menos a pensar en serio, acerca de los matices graves e inevitables de una situación donde dos o más personas creen tener mejor derecho o razón sobre cualquier cosa; no estamos dispuestos a transigir en nuestro juicio. No ayuda el hecho de que esta valoración sea más emotiva que racional, por lo que, a la hora de caerle a patadas al caído, desahogamos nuestros instintos más mezquinos a la vez que nos sentimos mejores personas, porque escupirle a uno de los malos, nos coloca en automático en el bando de los buenos. Lo sabía Cicerón y lo sabe Noroña (figuras que, ha dicho Bermúdez Cruz, están más cerca de lo que parecen, aunque es una opinión que yo no comparto). El arte, en su significado viejo, romano, era técnica. Por eso se podía hablar del arte de gobierno, y si mantenemos el sentido, todavía se puede. Y en ese entendido, diríamos, el arte de gobernar no tiene mucho que ver ni con el arte de movilizar multitudes, endosar los propios errores, ni con el de eliminar a los rivales. Todo esto se entrecruza en la esfera de la lucha por conseguir y mantener el poder, pero ya que se adquiere, lo que sirve para una de esas cosas, no sirve para la otra.

Lo malo es que cuesta trabajo aprender lo que no se sabe, y si no fue necesario para llegar al cargo, se cree que tampoco es necesario para ejercerlo; de ahí que tantos presidentes se comporten hoy como si siempre estuvieran en campaña, que las autoridades políticas combatan problemas de contaminación con soluciones de comunicación social, y que la discusión en el espacio público se solucione por la fuerza del número, a ver quién lleva más personas al Zócalo, a Times Square o a donde sea. Los políticos del siglo XXI están mucho más cómodos mostrando músculo que utilizándolo, y quienes lo hacen es para desatar o escalar guerras estúpidas donde los objetivos políticos desaparecen y se convierte en una batalla por la supervivencia política de quien la declaró, y nada más.

En este contexto, podríamos no considerar tan grave el hecho de que el señorMilei se comporte como estafador de crucero, o vendedor de tiempos compartidos fraudulentos; o que el señor Trump, en su senilidad abusiva y vulgar, quiera convertir el escenario internacional en un patio escolar. Tampoco que nuestros titulares estén llenos de fotos donde un manojo de impresentables esté “arropando” a otro, en una especie de putrefacción sacramental. Lo malo es que todo suma, y una cosa es que la política no pueda prescindir de la simulación, y otra que se disuelva completamente en ella. La lógica del espectáculo, la de la recompensa inmediata y la de la angustia existencial (que eso es lo que la gente tiene y no se puede quitar, eso a lo que no le puede poner nombre) forman una trifecta de la evasión como estilo de vida. Pero el lamento sería inútil, y mientras no se vuelva a reivindicar la existencia de conceptos hoy desprestigiados o tildados de fantasías, como el de interés público, comunidad, humanidad y objetividad, tampoco puede plantearse ninguna estrategia. A esperar mejores tiempos.

Fuente: Noticia original

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