Memoria para rechazar las violencias sin dejar de ir en busca de la libertad, que percibo como un permanente asunto pendiente.
- Por Ricardo Rivas
- X: @RtrivasRivas
- Fotos: AFP / Gentileza
Han Kang (54), coreana, recientemente galardonada con el Premio Nobel de Literatura 2024, sostiene que “nacemos y morimos muy débiles (porque) la fragilidad no nos abandona nunca”. Nacida y criada en el transcurso de la sórdida Guerra Fría, es consciente de que su tierra natal es la península de Corea, pero tiene claro que, desde el 27 de julio de 1953 –cuando se firmó un armisticio que amordazó los cañones, pero no puso fin a las crueldades en el campo de batalla coreano– a su nacionalidad, por el capricho de poderosos y poderosas que asesinan detrás de los biombos de las ideologías, se le agrega… “del Sur”.
Nacida en Gwangju en 1970, once años después junto con su familia huyó a Seúl. En 1980, en aquella ciudad se asentó la muerte. Huyeron. Sobrevivieron. Consiguieron gambetear a la Parca. Terrores. Su suelo peninsular natal una vez más aquella vez se tiñó de rojo sangre. En las puertas de cada hogar de Gwangju –devenidas en trincheras– en cada esquina se repitió la tragedia de la isla de Jeju, donde en 1948, unas 200.000 personas fueron masacradas en nombre del anticomunismo.
La cruel historia coreana da cuenta de que la dictadura militar de Chun Doo-hwan arrasó Gwangju. Aplastó a la población civil que, liderada por estudiantes universitarios, exigió democracia. Niñas y niños dejaron de jugar a que “el hibisco ha florecido” para esquivar la metralla que criminalmente disparaban quienes procuraban sofocar aquellas gargantas encendidas.
Sonrisas y sueños trocaron por lágrimas y pánicos. Memorias. Tres años después de instalarse en Seúl, Kang decidió que lo suyo era –y es– escribir. Tres años trabajó de periodista. Su padre, Han Seung-won Ver (con “80 y muchos”, como suele comentar su hija premiada), también es escritor.
Memorias. “Gwangju no es una ciudad coreana, es sinónimo de Auschwitz, Bosnia, Nanjing…”, dice la flamante Nobel de Literatura, que comprende que –justamente por el galardón recibido– algún tiempo más tendrá que responder no solo por lo que escribe, sino para tratar de explicar lo que es tan inexplicable para que millones sepan por qué escribe lo que escribe. Nanjing… –los recuerdos me alcanzan– la “ciudad (china) violada” por tropas japonesas que alguna vez visité y lloré angustiado en profundo silencio cuando recorrí su enorme museo de la memoria. ¿A imagen y semejanza de qué dios inimaginable se crearon aquellos criminales contra la humanidad…?
Vuelvo al presente de Han Kang. En “Actos humanos” (2014) –que releeré después de algunos años– las vecinas y vecinos de Han en Gwangju recuperan y vuelven a tener voz. Sus derechos que les fueron arrebatados en 1981. De eso también se trata la memoria. Las voces de aquellas y aquellos a quienes el criminal de lesa humanidad Chun Doo-hwan tuvo el deseo luctuoso de acallarlas y la convicción de haberlas acallado para siempre se escuchan estentóreas nuevamente.
Aunque diferentes, siento que suenan con más fuerza. Como alaridos ancestrales pueden llegar a todas partes. Kang primero y el Comité del Nobel en Oslo las escucharon, las amplificaron para que atraviesen los tiempos, para que exuden verdad y para que el reproche ético, moral y social alcance a las y los perpetradores de crímenes contra la humanidad sin reinterpretaciones ni relativismos culturales.
Todas las voces –todas– son las de las víctimas. Memoria liberada. “Mi generación ya no ha sentido la necesidad de dedicar su obra al compromiso político”, dice Han al diario La Vanguardia. “Mi objetivo es investigar el interior de lo humano”. ¿Una forma diferente de denuncia? Explica su obra. Se detiene en algunas de ellas. “En ‘La vegetariana’ (2007) hay una mujer que se despoja de su cuerpo con la intención de integrarse en el reino vegetal y, en ‘La clase de griego’ (2011), la protagonista ha perdido el habla porque rechaza la violencia del lenguaje y aspira a recuperarla a través de una lengua muerta. Son gestos de rechazo que intentan recuperar la dignidad a través de una acción autodestructiva”.
Memoria para rechazar las violencias sin dejar de ir en busca de la libertad, que percibo como un permanente asunto pendiente. Coincido. Desde algunos años supe que ese es el sentido que Kang quiere producir con las memorias y sentires que emergen imparables desde sus profundidades en procura de que el respeto de la dignidad humana sea práctica social.
Atrapante y salvífica. Cada una de sus palabras pesa como nunca antes. Sus respuestas son sencillas y profundas. Encuentro en sus textos y en sus decires todas las tragedias, todas las masacres, todos los asesinatos y a todas las víctimas. Imagino que regresan ilesas –sobrevivientes– de todos aquellos crueles sucesos humanos que impidieron, impiden –o nos alejan– de la paz… de la libertad… de los diálogos… y de la posibilidad sublime de amar, amarnos y ser amados.
Memorias, en los textos de Han. Veo a Gandhi –que nunca fue galardonado con el Premio Nobel de la Paz– el trágico 30 de enero de 1948. Nathuram Godse ya consumó el magnicidio. Mohandas Gandhi (77) agoniza en medio de una multitud que llora estremecida. Memorias. El cañón del revólver que empuñó su asesino está humeante. La sangre de aquel maestro bueno y universal ha sido derramada. Delante de mis ojos humedecidos las imágenes se suceden incansables. Carrousel de tragedias.
Ahora veo caer 13 personas heridas de muerte. Es el 30 de enero de 1972. Alaridos. Ayes de dolor. Desde lejos una patrulla de soldados británicos no cesan de disparar indiscriminadamente sobre un nutrido grupo de personas católicas que se manifiestan en paz y en procura de la paz. Irlanda del Norte desangra. Bloody Sunday –la Masacre del Bogside– ha sido consumada.
Memorias. Voy por más. Claramente, sé que entrelíneas –entre cada una de las palabras que Kang enhebra para enlazar la memoria con el corazón para construir pensamiento– no solo está aquello que recuerda el calvario de quienes vivieron, padecieron y murieron en su Gwangju, sino que también subyacen las historias truncas de quienes fueron masacradas en Jeju.
“Es dolor y es sangre, pero es la corriente de la vida, que conecta la parte que podría dejarse morir y la parte que está viva”, dice a The New York Times a través de “una videollamada desde su casa de Seúl” que publica ese periódico. Luego de contextualizar su obra, precisa que la construye “conectando los recuerdos muertos y el presente vivo, para de ese modo no permitir que nada muera”.
Memoria como compromiso ético. “No se trata solo de la historia coreana, pensé, sino (la) de toda la humanidad”, puntualiza, precisa y detalla. ¿Podría no ser así? No –de ninguna manera– en el caso de Han Kang y en el de todas y todos aquellos que sienten y tienen compromiso ético con su tiempo.
Desde esa perspectiva comprometida nos advierten. Violentas y violentos –aunque minorías, quiero creer, pero infinitamente poderosas, estoy cierto– por arremeter siempre y desde siempre con sus violencias como desgraciadas prácticas sociales, políticas y económicas están incrustados en la historia universal y, sin claudicaciones, una y otra vez se repiten para imponer… para imponerse… y, para avanzar sin vergüenzas… sin arrepentimientos… ¿La condición humana? “Mis libros van de eso (a discernir sobre) la naturaleza de lo humano (a explorar, para conocer) el instinto”. ¿Por qué no?
“Conocer el ser humano es situarlo en el universo y, al mismo tiempo, separarlo de él. Al igual que cualquier otro conocimiento, el del ser humano también debe ser contextualizado”, nos dijo con enorme vocación docente y humanista don Edgar Morin (103), enormísimo maestro, a sus cientos de discípulos que encuarentenados en la aldea global y a distancia seguíamos con atención cada una de sus palabras en aquel pandémico año de 2020.
Guilherme Canela y Luis Carrizo, dos queridos amigos y maestros, desde la Unesco en París nos guiaban y conducían en ese camino de aprendizaje… y esperanza. Palabra fuerte esperanza. Más que ninguna otra cuando aquellos días aciagos. Cada pincelada de esperanza nos fortalecía ante la peste que arrasó con casi 30 millones de vidas. Eran tiempos para esperanzar y esperanzarse. Para aferrarse de algo en procura de firmeza, atribulados por la incertidumbre.
Esperanza… Bellísima palabra, también. Enormemente simbólica, proviene de “áncora”, término latino que, a su vez, deriva de “ankyra”, vocablo griego. Unidas ambas por culturas milenarias dan significado a la palabra “ancla” que, como entonces y desde siempre, produce sentido como “protección” porque se trata de una muy fuerte herramienta de hierro que, encadenada a una nave y lanzada al agua en el momento preciso, fija la embarcación al lecho marino para dar seguridad a quienes en ella navegan. Es palabra de Hugo M. –un veterano navegante a quien no pude encontrar para que me autorizara a revelar su identidad completa– mientras conversábamos, tal vez una década atrás, en el puerto de Mar del Plata, en un día tormentoso, poco más de 1.720 kilómetros al sur de mi querida Asunción.
También estos son tiempos de incertidumbres, desesperanzas y esperanzas. Y aunque hoy la amenaza inminente no es la peste, sí sobrevuelan en círculos como buitres la guerra, el hambre, la muerte y la desinformación. A las sesenta guerras activas –algunas desde varias décadas– se añaden una y otra vez más hipótesis de riesgos de la mano de quienes aseguran tener soluciones y, desde esa convicción cuasipatológica, padecen la ceguera del conocimiento y tratan de imponer desde la oscuridad caminos únicos para construir y consolidarse en el poder.
Feudalistas algunas y algunos de ellos; “señores (y señoras) de la guerra”; hegemónicos; autoritarios, déspotas, autócratas, dictadores… “oligarcas tecnológicos”, en los últimos tiempos, van transitoriamente juntos en procura de imaginarias “algocracias” a las que sueñan y asumen como una etapa superior de la democracia que pretenden dejar atrás para dar paso a “lo nuevo”.
Son esos poderosos y poderosas inmisericordes los que hacen foco sobre las y los migrantes a los que estigmatizan presentándolos una y otra vez como “delincuentes que están en contra de nuestro país”, cuando en verdad son personas que en estado de desesperanza y profunda tristeza –desgarradas– que se desarraigan en busca de horizontes lejanos donde sobrevivir.
Sobre ellas –indefensas– lanzan sus tropas. Miles de esos desplazados mueren en los intentos. Algunos quedan para siempre en el lecho profundo del Mediterráneo. Otros, en alguna frontera desértica o selvática. Perseguidos, hambrientos, sedientos y sin asistencia no son pocas ni pocos los que son esclavizados y víctimas de trata. Masacrar por otros medios.
Sobre estas tragedias escribe Han Kang –cuyos libros respetuosamente recomiendo– con precisas palabras que, desde los tiempos, le entregan las y los perseguidos de ayer que fueron alcanzados y ultimados por criminales de Estado que no consiguieron sin embargo silenciarlos.
La Academia Sueca (Svenska Akademien) cada año entrega el Premio Nobel “a quien haya producido en el campo de la literatura la obra más destacada, en la dirección ideal”. ¿Qué es lo que no se entiende? La Academia no es solo lo que dice. Es también lo que hace y cómo lo hace. Galardonar es distinguir, sí. Pero también cuando la Svenska Akademien comunica sus decisiones suele advertir y alertar a la comunidad global sobre peligros de tragedias inminentes.
Estoy cierto que entregar el Nobel de Literatura 2024 a Han Kang –aquí y ahora– es invitar a la memoria como ejercicio ético para recordar el aquí y ayer para que no se repita. El que tenga ojos para ver –si quiere y puede– que vea. El que tenga oídos para oír –si quiere y puede– que oiga.
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