La literatura humilde y trascendente de Mary Oliver

«Soy una poeta anticuada, que pasea por el bosque casi todos los días, con un perro y un cuaderno» contó en una entrevista Mary Oliver (1935-2019), una escritora que en Estados Unidos gozó del fervor de sus lectores, ganó importantes premios –el Pulitzer en 1984 y el National Book Award en 1992–, pero a la que la crítica más ceñuda siempre miró con desdén. Les parecía demasiado sencilla. Sencilla no quiere decir simple. Se puede ser profundo e incluso trascendente expresándose con sencillez y huyendo de lo alambicado. Es lo que hacía Oliver en sus versos y prosas.

Pueden comprobarlo en Vita longa, que acaba de publicar Errata Naturae, la editorial que más empeño ha puesto en dar a conocer a esta autora entre nosotros. Se trata de un libro misceláneo que reúne piezas breves: ensayos, evocaciones, aforismos y algunos poemas. El mismo tipo de material que incluían los otros dos volúmenes anteriores publicados por este sello: La escritura indómita y Horas de invierno. Además, en marzo Lumen publicará Devociones, la poesía reunida y seleccionada en vida por la propia autora. Hasta ahora, el lector español había tenido acceso a algunos de sus poemarios en las cuidadas ediciones bilingües de la pequeña editorial granadina Valparaíso.

Oliver nació en Maple Heighs, Ohio, en una familia disfuncional y tuvo una infancia dura: sufrió abusos sexuales de su padre, que le dejaron la secuela de pesadillas recurrentes. Para evadirse de esta realidad, caminaba por el bosque con un libro de Walt Whitman en el bolsillo. La poesía era una vía escape: «Me construí un mundo de palabras y esa fue mi salvación», explicó en otra entrevista.

En cuanto terminó sus estudios en el instituto, se marchó de casa y uno de los primeros lugares que visitó fue la finca de Edna St Vincent Millay, que había sido una celebérrima poeta en los años veinte y acababa de fallecer (pueden encontrar una selección de su obra en la Antología poética que publicó Lumen en 2020). Acabó quedándose allí una larga temporada para ayudar a la hermana de la poeta a ordenar sus escritos. Después Oliver estudió en Vassar sin llegar a graduarse y a finales de los años cincuenta se instaló en el East Side de Nueva York. Allí conoció a la fotógrafa Molly Malone Cook, con la que vivió hasta el fallecimiento de esta en 2005.

Se mudaron a Provincetown, en Cape Cod, Massachussets, donde vivieron con discreción, lejos de los grandes centros culturales, porque tal como dijo Olvier «deseaba con toda mi alma pasar desapercibida, que me dejaran tranquila, y en buena medida lo conseguí». En esa pequeña localidad costera, la escritora daba largos paseos por los bosques, en los que encontraba la inspiración literaria. Su obra está muy conectada con el entorno natural: «No podría ser poeta sin la naturaleza. Otros sí. Yo, no. Para mí la puerta al bosque es la puerta al templo. Bajo los árboles, por las pálidas laderas de arena, camino en un vínculo creciente con el éxtasis que celebro con palabras».

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Conexión espiritual con la naturaleza

Su obra es heredera de la tradición americana de conexión espiritual con la naturaleza que forjaron en el siglo XIX los trascendentalistas de Concord, encabezados por Emerson. A él y a otros autores como Thoreau o Hawthorne ha dedicado Oliver exquisitos ensayos. También a otro titán algo posterior de las letras americanas, Robert Frost, cuyos versos surgen del contacto con los paisajes de Nueva Inglaterra. La otra fuente de inspiración de Oliver son los románticos ingleses, en especial Wordsworth, sobre el que Vita longa incluye un precioso ensayo titulado La montaña de Wordsworth, en el que escribe: «Él siempre había amado el brillo y el sosiego de la naturaleza, y ahora honraba la fuerza bruta y el misterio del mundo, sus maquinaciones que trascienden nuestra comprensión, que ni siquiera pueden nombrarse. (…) La belleza y la extrañeza del mundo son capaces de colmar la mirada con su cordial frescura. Y capaces de brindar al corazón una fuente de terror. A un lado, el esplendor; al otro, el abismo».

Para Oliver –como antes para Emerson, Thoreau o Frost– hay una conexión entre los seres humanos y la naturaleza, porque formamos parte de un todo, y por eso la autora escribe: «En la mariposa detectamos una y otra vez la idea de trascendencia. En el bosque no vemos lo inerte, sino lo que está en ciernes. En el agua, que se marcha para siempre y siempre regresa, percibimos la eternidad».

En otro texto del libro, titulado Los días perfectos, describe una experiencia personal que es un buen resumen de la búsqueda de su literatura: «Emergí del bosque muy temprano, al término de un paseo y –fue un momento de lo más banal– en el instante en que abandoné la sombra de los árboles y accedí al aguacero de luz tibia experimenté un impacto repentino, un ataque de felicidad. Pero no de esa que te ahoga, más bien de la que te hace levitar. No opuse ninguna resistencia: me había sido otorgada. El tiempo pareció desvanecerse, así como la urgencia. Cualquier diferencia importante entre yo misma y todo lo demás se desvaneció. Supe que formaba parte del mundo y experimenté sin trabas el hecho de estar contenida en el todo. No percibí que estuviera entendiendo algún misterio, en absoluto; sentí más bien que podía ser feliz y bienaventurada en la perplejidad: la mañana de verano, su suavidad, la sensación de que estaba llevándose a cabo una gran obra, a pesar de que la hierba que pisaba apenas si vibraba. Como digo, fue el más banal de los momentos, no místico en el sentido que solemos atribuirle a la palabra, pues no hubo ni visión ni nada extraordinario, solo una repentina conciencia de la ciudadanía de todas las cosas dentro del mismo mundo: hojas, polvo, tordos y pinzones, hombres y mujeres. Aun así, fue un instante que no he olvidado jamás y en el que he basado muchas decisiones desde entonces».

Mary Oliver escribió sobre la belleza de lo aparentemente nimio, sobre la felicidad que se encuentra en las pequeñas cosas cotidianas. Sus poemas tienen algo de oraciones profanas y en sus prosas lo trascendente emerge a través de la sencillez de sus palabras. Ella siempre lo tuvo claro: «Mirar con atención, este es el trabajo del poeta».

Fuente: Noticia original

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