La guerra de Rusia contra Ucrania ha puesto a prueba la capacidad de respuesta estratégica de Europa. La posguerra pondrá a prueba su competencia geopolítica para gestionar la paz.
En el gran esquema de las cosas, la guerra de Ucrania se antoja un nuevo fracaso colectivo de Europa, incapaz una vez más de alumbrar un orden de paz que conjure de forma duradera el espectro de la guerra en el continente. El territorio europeo ha sido el más belicoso del planeta: del año 1500 al 2000 estuvo sumido en guerras el 75% del tiempo. A partir del siglo XX, al cabo de cada contienda, Europa ha descendido un peldaño en la escala de su decadencia. ¿La propensión bélica europea es genética o epigenética? La sospecha es que en el recurso a la guerra han pesado más las decisiones políticas que los escenarios ineluctables sin alternativa. Como apunta Robert Kaplan,, Europa habría perdido el sentimiento trágico de la historia y al olvidarlo se ha olvidado de la historia misma y de sus lecciones.
La guerra de Ucrania sería uno de los síntomas mórbidos (el conflicto uno y múltiple de Oriente Medio sería otro) que Antonio Gramsci atribuía a los períodos de interregno, esos intervalos bisagra entre el viejo estado de cosas y el nuevo estado en gestación. Bajo este prisma el conflicto ucraniano se inscribiría históricamente en el cuadro de desórdenes que acompañan fatalmente a las fases de transición entre dos órdenes, el orden neoliberal declinante y el futuro orden post-occidental.
Gramsci concibió la idea de interregno al meditar sobre la inestabilidad del período de entreguerras, un referente histórico que amenaza con convertirse en augurio del futuro.
Aquella fase de transición y la actual exhiben algunos paralelismos significativos. Las dos suceden a períodos de intensa globalización. El período de entreguerras a la primera globalización, de 1870 a 1914, la transición actual a la hiperglobalización, de 1991 a 2008. Karl Polanyi en un libro precursor detectó los orígenes de la crisis de entreguerras en la ruptura del equilibrio entre sociedad y mercado que había provocado la globalización. La hiperglobalización de nuestros días ha vuelto a dislocar con fuerza el equilibrio que se había construido durante la Guerra Fría.
Otro paralelismo llamativo es el sentimiento de orfandad que aqueja a los europeos cada vez que Estados Unidos se plantea replegarse de Europa. En el período de entreguerras Washington se desentendió de la Sociedad de Naciones, criatura eminentemente suya, y volvió a recluirse en su aislamiento tradicional. Invocado ahora por Donald Trump, el fantasma vuelve a recorrer Europa.
El relato convencional establece una relación de causalidad entre la retirada americana, el fracaso de la Sociedad de Naciones y las crisis europeas que iban a conducir a la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, la Sociedad de Naciones no fracasó en primera instancia por el abandono de Estados Unidos, sino por sus deficiencias estructurales.
Pretendía apuntalar un orden precario (el de la paz de Versalles) y se libró al utopismo, que como decía Ortega y Gasset es, junto con la nostalgia, una fuga del presente y por ende de la realidad. Salvador de Madariaga que la conocía bien por dentro dejó dicho que la suma de las potencias nacionales era igual a la impotencia del conjunto. El órgano ginebrino a pesar de su leyenda áurea venía a ser en el fondo una especie de mitológico lecho internacional de Procusto que trataba de encajar al mundo en un esquema teórico ideal.
Lo más piadoso que puede decirse de la Sociedad de Naciones es que se adelantó en exceso a su tiempo, que nació prematuramente en un mundo que no estaba aún preparado para recibirla.
Error capicúa
La Sociedad de Naciones se había cimentado además en un pecado original. Con la paz de Versalles Europa abandonaba la lógica de inclusión que había animado sus arreglos de paz en el pasado (Westfalia, Congreso de Viena), en los que se cooptaba al vencido, y pasaba a inaugurar una lógica de exclusión en la que se excluye y repudia al vencido. La lógica de exclusión se impuso en 1919, y volvería a imponerse en 1991, dos fechas de agorera terminación capicúa.
El tratado de Versalles estigmatizaba a la potencia vencida como responsable de la guerra (art. 231) y le imponía onerosas reparaciones. Ante el cariz que tomaban las negociaciones, John Maynard Keynes, miembro de la delegación británica en la conferencia de paz, decidió dimitir. Con el resultado de su experiencia publicó un libro en 1919 (Las consecuencias económicas de la paz) en el que denunciaba la falta de visión de los líderes vencedores. El tratado de Versalles, inmoral e inviable, imponía a Alemania una paz cartaginesa e iba a traer a Europa no la paz sino la ruina económica y la guerra.
En 1991, al término de otra guerra, esta vez fría (fría en el centro del sistema, caliente en la periferia) se impuso de nuevo la lógica de exclusión. En vez de cooptar al vencido comprometiéndole con el nuevo orden, se optó por expandir el orden neoliberal y extender sus estructuras de poder más allá de las fronteras de la Guerra Fría.
Si Keynes había denunciado premonitoriamente las inconsistencias de la paz de Versalles, a George Kennan, padre de la estrategia norteamericana en la Guerra Fría, le tocará advertir sobre los riesgos de no haber llegado a un acuerdo inclusivo en 1991. En un artículo para el New York Times en 1997, cuando se estaba debatiendo la ampliación de la Alianza Atlántica, escribió que sería un error fatal de la política exterior americana que iba a inflamar las tendencias nacionalistas, antioccidentales y militaristas en Rusia.
Al año siguiente, en declaraciones a Thomas Friedman en el mismo medio, insistiría en que se trataba de un error estratégico. No había ninguna razón, habrá una mala reacción de Rusia, y entonces los partidarios de la expansión dirán: ya os lo decíamos, así son los rusos.
La difícil historia europea
La doble experiencia de 1919 y 1991, pone en evidencia la desmemoria histórica de los europeos. La historia del continente enseña dos lecciones persistentes que los europeos no terminan de aprender: sólo los arreglos inclusivos, aquellos que cooptan al vencido como corresponsable del nuevo orden son capaces de asegurar a largo plazo la paz y la estabilidad en Europa; sólo los órdenes seculares, ideológicamente neutrales, basados en el consenso procesal más que el consenso substantivo, resultan a la larga sostenibles. Ya decía la vieja escolástica (Tomás de Aquino) que el acuerdo ha de ser concordia de voluntades más que de mentes.
«El olvido del pasado condena al cortoplacismo y el cortoplacismo se compadece mal con la proyección estratégica»
Jean Monnet, cerebro gris de la integración europea, nos había animado a exorcizar la historia. Esta recomendación, que pudo tener sentido al principio como terapia para facilitar la reconciliación francoalemana, se ha prolongado en el tiempo hasta hacer caer a los europeos en una especie de amnesia histórica, olvidando no sólo lo pernicioso sino también lo provechoso que habían sedimentado siglos de experiencia colectiva. Como decía Lee Kwan Yew, gran estadista del siglo XX, quien no conoce su pasado piensa en corto. El olvido del pasado condena al cortoplacismo y el cortoplacismo se compadece mal con la proyección estratégica.
Un discípulo de Ortega y Gasset, Luis Díez del Corral publicó en 1954 una lúcida obra sobre Europa. El título del libro, El rapto de Europa, en su doble sentido de alienación y enajenación, sigue siendo una metáfora vigente en la hora en la que Europa ha de hacer frente al desafío existencial que plantea la conjunción de dos crisis simultaneas: una crisis de modelo y una crisis geopolítica transformativa.
La crisis de modelo afecta al conjunto de dimensiones de su vida colectiva. Europa sufre los excesos del modelo neoliberal y padece al mismo tiempo las incertidumbres que acompañan a su declive. El modelo neoliberal, perversión del modelo liberal previo, arraigó con fuerza en Europa en los años noventa. Su paradigma económico, la apoteosis del mercado, contagió por igual al centroderecha y al centroizquierda. Su corolario internacional, la hiperglobalización, quebró el pacto entre sociedad y mercado y dislocó los mercados laborales nacionales. Su ideario exterior, la universalización del orden occidental, antagonizó a buena parte del mundo y terminó debilitando el propio consenso doméstico. Sus consecuencias disgregadoras, la erosión de la cohesión nacional, la fragmentación del mapa de partidos, las políticas identitarias y las guerras culturales siguen causando estragos en la fábrica de las sociedades occidentales.
La voluntad de expandir el orden occidental en el momento en el que el poder relativo de Occidente se estaba debilitando ha suscitado una reacción en contra, la rebelión del Sur Global, que sitúa a Europa ante una crisis geopolítica inédita.
Lo que este momento crepuscular reclama es que Europa se prepare para influir en la configuración del orden emergente y no se empeñe en rescatar nostálgicamente el orden declinante, a imitación de esos generales que pretenden librar una nueva batalla con el manual de la guerra anterior. Todo apunta a que más allá de algún conato bipolar, el orden futuro va a ser más multipolar y de alineamientos cruzados. Europa debe preguntarse si tiene ambición y voluntad. Ambición de llegar a constituir un polo autónomo, menos expuesto a la contingencia de los apoyos externos. Voluntad de desarrollar una política internacional más pragmática y versátil a la altura de ese propósito.
En el ámbito más cercano, Europa ha tenido tradicionalmente dificultades para organizar una relación estable con Rusia. Y con Turquía, ese otro país mediopensionista de Europa. Las épocas de participación de Rusia en la gestión de los asuntos europeos se han visto seguidas por períodos de extrañamiento, al compás de las oscilaciones en el tropismo internacional europeo o asiático de Moscú. En 1835 Tocqueville intuía la pérdida de centralidad de Europa y el ascenso en sus flancos de dos potencias emergentes, Estados Unidos y Rusia.
Europa ha sabido acomodarse mejor al ascenso de la potencia lejana que al ascenso de la potencia cercana. Aunque como apuntaba Egon Bahr, consejero de Willy Brandt, si Estados Unidos es insustituible, Rusia es inamovible. Las relaciones con Rusia que en el pasado estaban inspiradas por un sentimiento de superioridad, están animadas ahora por un sentimiento de inseguridad, de pérdida de confianza de los europeos en sí mismos. El viejo continente padece hipocondría y se siente frágil y vulnerable como una fortaleza de Buzzati asediada por peligros reales e imaginarios. En algún momento del futuro Europa tendrá que ser capaz de concebir una relación más desacomplejada con Rusia que sepa responder a la pregunta nada retórica que se hacía Henry Kissinger: ¿queremos una Rusia que sea puesto avanzado de China hacia Europa, o una Rusia que sea puesto avanzado de Europa hacia China?
Orígenes del conflicto
Tucídides, padre de la historia (el abuelo sería Heródoto), nos enseñó a explorar la casuística de los orígenes de un conflicto. En la Historia de la guerra del Peloponeso distingue entre la causa inmediata y declarada (aitia) y la causa remota y menos perceptible (profasis). La causa inmediata de la guerra habrían sido las tensiones en torno a Corcira y Potidea, la causa remota “pienso que la constituye el hecho de que los atenienses, al hacerse poderosos e inspirar miedo a los lacedemonios les obligaron a luchar”, un pasaje que ha popularizado Graham Allison en su paradigma moderno de la trampa de Tucídides. En la guerra de Ucrania la causa inmediata es de sobra conocida: la invasión rusa vulnerando principios fundamentales del Derecho Internacional (Carta de Naciones Unidas) y del derecho europeo (Acta Final de Helsinki), consagrados como hitos de la civilización común. La invocación de precedentes en el uso de la fuerza y la violación de la integridad territorial (Kósovo, Irak) no rebaja un ápice su gravedad. Lo que vendría a confirmar es un patrón recurrente de retorno a la política de poder como instrumento normalizado de la vieja y nueva geopolítica.
Más compleja resulta la identificación del origen remoto en la guerra de Ucrania. A semejanza de la guerra del Peloponeso, la de Ucrania se retrotraería al pasado, a la pugna secular entre las potencias atlánticas y las continentales por la dominación de Eurasia. Esta pugna estaría en el trasfondo de la intervención de Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial, con el fin de impedir la hegemonía de la Alemania Guillermina, en la Segunda Guerra, con el objeto de frustrar la hegemonía de la Alemania nacionalsocialista, y en la Guerra Fría, con el propósito de evitar la hegemonía soviética, e iba a perpetuarse tras la disolución de la Unión Soviética en ausencia de un orden de paz inclusivo al término de la Guerra Fría.
La política europea en la guerra se ha asentado en una proposición tan encomiable como poco realista: asistir a Kiev sin intervenir directamente en la contienda, ignorando la asimetría de partida entre el potencial demográfico y la capacidad industrial de ambos contendientes. Todo ello bajo la premisa del liderazgo continuado de Estados Unidos. Washington, que sabe conjugar mejor pragmatismo e ideales, se fijó desde el principio como línea roja la no intervención directa en el conflicto por temor a desencadenar la Tercera Guerra mundial. Porque la guerra ha vuelto a poner en evidencia la vigencia persistente de la disuasión nuclear y su relevancia geopolítica. Cerrando el círculo de su estrategia, Occidente proscribió de entrada cualquier negociación con el adversario. La diplomacia, concebida precisamente para gestionar este tipo de situaciones, quedó desterrada como sinónimo de apaciguamiento.
El enfoque europeo ha sido más axiológico que geopolítico, ha estado guiado más por el reflejo emocional que por el cálculo estratégico, por la ética weberiana de la convicción que por la ética de la responsabilidad y la previsión de las consecuencias. Y quizás por ello no ha sabido evitar la tentación del maniqueísmo y la dialéctica amigo-enemigo del denostado Carl Schmitt. Europa, que suele privilegiar sus valores incluso al precio de sus intereses, deberá resolver mejor en el futuro el arbitraje entre ambos si quiere convertirse en el actor geopolítico que demandan los tiempos. De no hacerlo, se seguirá abonando al ejercicio de la catequesis universal, a riesgo de convertirse en un Vaticano con poder espiritual contestado y poder temporal mermado.
«La política europea se ha asentado en una proposición tan encomiable como poco realista: asistir a Kiev sin intervenir directamente»
El análisis coste-beneficio proporciona un ángulo desde el que evaluar la coherencia de las estrategias seguidas en el conflicto por los diferentes actores. En el cuadro aparecen inevitablemente ganadores y perdedores. Sin contar a Ucrania que es víctima neta y trágica de la contienda, Estados Unidos y China aparecen como ganadores, Europa y Rusia como perdedores. Estados Unidos, a bajo precio propio ha conseguido desgastar a su adversario histórico, propulsar sus ventas de GNL y material de defensa y dejar obligada a Europa para el desacoplamiento económico con China. Este último país fideliza a Rusia, inversión histórica de roles, y se refuerza como gran timonel del Sur Global. Europa sale económicamente malparada, agravando la realidad de fondo del diagnóstico de Mario Draghi. Ha plantado además un germen de división interna en torno a la paz y la guerra que irá creciendo en 2025. Rusia ha podido ganar Crimea, pero ha perdido a Ucrania, ha sacrificado su dimensión europea y ha resucitado a la OTAN.
Trump entra en escena
Kissinger sospechaba que Trump podía ser el símbolo de una nueva era, “una de esas figuras en la historia que aparecen de vez en cuando para marcar el fin de una época y obligarla a renunciar a sus pretensiones”. Su victoria puede augurar el cierre de un doble ciclo histórico: el ciclo neoliberal de los últimos 30 años y el ciclo liberal de los últimos 70.
La profundidad del cambio dependerá de la naturaleza última del proyecto Trump. ¿Se trata de un proyecto de restauración, el again del acrónimo MAGA, de un plan de regeneración del orden de cosas actual y de retorno a un ayer más complaciente, o se trata de un proyecto revolucionario en el que se funden elementos añorados del pasado y fórmulas inéditas de futuro, el novus ordo seclorum virgiliano que reclama Elon Musk? En el primer caso pondría fin al ciclo neoliberal, en el segundo sellaría el destino del ciclo liberal.
La elección de Trump sitúa a Europa en una posición comprometida. La agenda que ha insinuado para poner fin a la guerra está invirtiendo ya la dinámica del conflicto. La dinámica bélica está dejando paso a una dinámica de negociación. Europa tendrá ahora que decidir qué dinámica responde mejor a sus intereses, evitando dejarse atrapar por la falacia de los sunken costs o costes irrecuperables.
El cambio de guardia en la Casa Blanca amenaza ventarrones sobre Europa. Si en el siglo XIX el estornudo de Francia provocaba el resfriado de Europa, en el siglo XXI el estornudo de Estados Unidos puede llegar a provocar pulmonía al viejo continente. Los europeos se van a dividir en dos tribus: los colaboracionistas y los resistentes, más en función del sesgo ideológico pro-Trump o anti-Trump, que de la evaluación objetiva de los intereses europeos. El tenue rayo de esperanza es que pueda constituir el revulsivo que necesita Europa para ponerse en serio a construir su autonomía estratégica.
En 2025 se van a abrir escenarios intrincados para poner término a la contienda. Desde el escenario coreano al escenario finlandés. La implacable correlación de fuerzas sobre el terreno ha ido depurando los posibles contornos de una paz negociada. La conclusión trágica es que un acuerdo de paz ahora será peor de lo que pudo haber sido si la vía de la negociación se hubiera explorado a tiempo. A lo largo del conflicto, Europa ha unido su suerte a Ucrania y Ucrania ha unido la suya a Europa. Ambas van a tener que estar a la altura del nuevo destino compartido. La consolidación de la paz futura requerirá que se vea acompañada por un proceso más amplio de construcción del orden inclusivo que reclama la estabilidad a largo plazo del continente.
Fuente: Noticia original