La declaratoria del Gobierno de Estados Unidos de los cárteles mexicanos como organizaciones terroristas es no sólo el acontecimiento más trascendente para la relación México-Estados Unidos de los últimos 100 años, sino el acontecimiento más importante para el sistema de seguridad internacional desde los atentados contra las Torres Gemelas. Dicha declaratoria fusiona dos esfuerzos internacionales que, aunque nacieron por motivaciones distintas y en momentos separados en el tiempo, siempre se comportaron como gemelas perdidas: la guerra contra el terror y la guerra contra el narcotráfico. Ambos esfuerzos se comportan operativamente de manera similar, son campañas de contrainsurgencia, impulsadas mayoritariamente por naciones occidentales sobre el sur global, que parten de la presunción de que las campañas de decapitación son el instrumento que permitirá eventualmente “ganar” ambas “guerras”.
La guerra contra el narcotráfico es la más antigua de las dos. Inaugurada en el Hemisferio Occidental tal y como la conocemos a principios del siglo XX, con intentos como la prohibición del consumo recreativo de alcohol y posteriormente de sustancias como la cannabis, los opioides, los alucinógenos, entre otras sustancias. Por otro lado, la guerra contra el terror, que aunque en sus métodos es tan antigua como la historia misma de la guerra, es relativamente joven en su conceptualización. A mediados del siglo XX no era más que un pie de página eclipsado por la preocupación protagonista de las políticas de seguridad nacional de la época, el prospecto de una guerra nuclear entre la OTAN y la Unión Soviética. Tras la caída del muro de Berlín y los atentados del 11-S, el antiterrorismo se convertiría en el núcleo e hilo conductor del sistema de seguridad internacional construido en sistemas como el de las Naciones Unidas, la OEA, la OTAN y la Unión Europea.
La guerra contra el terror re-empaquetó y re-conceptualizó las viejas rivalidades de Occidente. Países como Irán, Rusia, Corea del Norte y Cuba son designados por el Departamento de Estado como “naciones anfitrionas del terrorismo”. Para el Gobierno de Estados Unidos, el terrorismo abarca no sólo las tácticas de guerra irregular, sino todo aquello que pretende ser nombrado como enemigo, adversario o antagónico.
La orden ejecutiva del presidente Donald Trump que designa a los cárteles del narcotráfico (no sólo de México, sino de Latinoamérica en general) como organizaciones terroristas representa, toda proporción guardada, un cambio de paradigma muy similar al que experimentaron países como México, Colombia o Ecuador en el marco de la guerra contra el narcotráfico. Eventos como el asesinato del candidato a la presidencia Eduardo Villavicencio en Quito, las emboscadas de las FARC, y el despliegue del Ejército Mexicano durante el Gobierno de Felipe Calderón para combatir a los cárteles fueron todos catalizadores que culminaron en la misma consecuencia jurídica y operativa: elevar a los cárteles de una amenaza a la seguridad pública a una amenaza militar.
La sutil diferencia entre aquellas declaraciones de guerra frente a la que ahora lanza el Gobierno norteamericano es no una diferencia de conceptualización sino de escala. Ahora no es sólo un puñado de naciones latinoamericanas quienes trasladan de la burocracia civil a la burocracia militar la responsabilidad de perseguir a los cárteles, sino que lo hace la potencia económica y militar hegemónica. La declaratoria la hace Estados Unidos, polo regulatorio y de poder que con dicha medida seguramente arrastrará al mundo entero, como en su momento hizo la declaratoria del inicio de la guerra contra el terror de George W. Bush.
Esta declaratoria activa todo el ecosistema jurídico y operativo que emergió de la furia y deseo de venganza de los estadounidenses tras la caída de las Torres Gemelas. El “Acta Patriota”, la “Autorización de Uso de la Fuerza Militar”, las “Técnicas de Interrogatorio Mejoradas”, todas las normas y prácticas que transformarían lo que en otra época sería considerado un estado de excepción en la realidad cotidiana del quehacer de la seguridad estadounidense.
Dicha declaratoria dota de extraterritorialidad y sobrada discrecionalidad al combate de la guerra contra el narcotráfico. No hay soberanía, tratado internacional ni ponderación pragmática que pueda detenerle. La declaratoria arrebata la guerra contra las drogas de manos de la DEA para ponerla en manos de la maquinaria militar más potente del planeta. Frente a dicho cambio de taxonomía no hay comunicado, discurso, porra, ni muestra de disgusto que pueda frenarle.
El Gobierno mexicano enfrenta tras dicha declaratoria dos amenazas existenciales. Por un lado, aranceles históricos, que justificados so pretexto de dar resolución a la crisis de muertes por fentanilo, amenazan la frágil estabilidad económica de un país que históricamente siempre ha dependido de su relación comercial con América del Norte. Las tarifas anunciadas por Trump fueron puestas en pausa por un mes el pasado lunes. Por otro, la declaratoria permite la intervención, sin previa declaración de guerra, de tropas estadounidenses en persecución de todos aquellos que sean nombrados como terroristas, como ha ocurrido en Irak, Afganistán, Siria y Yemen. México puede, en el lapso de los próximos meses, perder sus dos más grandes tesoros: su incipiente crecimiento económico y su capacidad de decidir soberanamente sobre su territorio.
¿Dicha declaratoria pacificará México y acabará con el narcotráfico? No, la guerra contra el terror y la guerra contra el narcotráfico son campañas que por definición no pueden concluir ni ganarse por ningún bando, pues a diferencia de cualquier otro esfuerzo de guerra no nacen de la voluntad de actores particulares sino de factores estructurales. El narcotráfico, más que una constelación de personas, es una constelación de deseos, del deseo humano de consumir el placer y aliviar el dolor. El terrorismo, por otro lado, más que una constelación de personas, es un entramado de ideas. Ideas y deseos, ambos existen en las personas, pero no pertenecen a ninguna de ellas en particular. Las personas pueden ser aniquiladas, pero los mercados (que no son sino articulaciones de deseos) y las ideas, siempre encuentran un cauce en dónde esconderse y florecer. Son escurridizos, dúctiles y permeables. Mientras exista la humanidad, atada a su biología y a sus carencias, existirán el delito, la adicción y la violencia.
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