Crítica de «The Brutalist»: Érase una vez en América ★★★★★

Cuando, en el tarot, la carta del Colgado representa al consultante, nos dirá de él que está quieto, a merced de las circunstancias, que poco puede hacer por cambiarlas. En “The Brutalist” es la Estatua de la Libertad la que se asemeja a esa carta, reflejando lo que será el destino del arquitecto húngaro y judío Lászlo Toth (magnético Adrien Brody). De pronto, en un arranque confuso y ruidoso, pura sombra con arrebatos de luz, aparece el monumento invertido, algo oscilante y dubitativo, como si, en verdad, nos diera una imagen fidedigna de lo que será una vida sin libre albedrío. Lászlo también será ese Colgado. 

Al final, el complejo de edificios que proyectará Toth en lo alto de una colina, sometido a los caprichos de un multimillonario de intenciones oscuras, un mecenas siniestro (impecable Guy Pearce) que le hará enfrentar sus principios creativos con su integridad moral, tiene algo de esa prisión catedralicia en la que se convertirá su experiencia americana, como si la película no pudiera evitar traducir sus estados de ánimo, sus abruptos vaivenes afectivos, en espacios, en diseños, en arquitecturas habitables. Esa prisión, como la propia película, nace como una utopía posible que luego se transforma en cárcel. 

Y el majestuoso filme de Brady Corbet, que extiende sus generosas, nunca prolijas y siempre veloces, tres horas y media de metraje sobre nuestras ojipláticas retinas, comprende que “The Brutalist”, en su desmesurada ambición, también hable de otra(s) utopía(s): la del cine clásico en Vistavisión, que piensa en sí mismo teniendo en cuenta sus (explícitos y elípticos) intervalos, pero también la del New Hollywood, que construyó sus críticos panteones sobre las ruinas de sus modelos dispuesto a dinamitarlo todo.

Es cierto: hay en la primera parte de “The Brutalist” un desbordamiento de las formas, que coincide con una cierta abstracción, que parece situar a su protagonista en el magma de una incertidumbre, ahora como un adicto sin futuro, ahora como un genio incomprendido que tal vez esté firmando un contrato fáustico, mientras su mujer y su sobrina son solo voces, cartas, la vieja Europa reclamando su lugar. 

Es la narrativa de “América, América” y “El padrino”, de las Grandes Novelas Americanas proyectadas hacia las suspensiones temporales del Cimino de “El cazador” o “La puerta del cielo”. Cuando la película descansa, recupera el fuelle, carraspea y aclara la voz, también es verdad que retrocede, vuelve a coger carrerilla en el episodio de la cantera de mármol, aunque toma decisiones argumentales que pueden resultar discutibles (por sorprendentes y tremendistas). 

Pero, al cabo de la calle, lo que sugiere la película de Corbet, extraordinaria incluso cuando se equivoca, es que cuando América soñó con ser grande, una de tantas veces, lo hizo dejándose impregnar por las cenizas del Holocausto, que llovieron desde las nubes negras de una borrasca que viajó desde Europa. Es lógico, pues, que la película necesite explicarse, porque nos avisa de la dimensión pendular de la historia, ahora que la extrema derecha tecnológica ha conquistado el futuro del país después de que el gobierno demócrata haya validado el genocidio palestino.

  • Lo mejor: Su inventiva, su majestuosidad, su fluidez narrativa, su coraje, la claridad de sus ideas, sus actores.
  • Lo peor: En la segunda parte se siente la vaga tentación de derivar hacia el tremendismo melodramático.

Sergi Sánchez

Fuente: Noticia original

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