Hay películas inabarcables. Esas a las que según sales de la sala uno desea volver a ver para desentrenar sus secretos, para volver a perderse en sus imágenes y entender cada decisión, cada gesto. En un cine acartonado, marcado por las normas de una industria conservadora que se lo fía todo a la dictadura de los algoritmos, cada vez es más difícil encontrar títulos que encajen en esa definición. O al menos encontrarlo dentro de los parámetros de las grandes productores o del cine anglosajón o de Hollywood.
The Brutalist ―con diez nominaciones a los Oscar― es una de ellas. Desde su primer pase en el Festival de Venecia se supo. Llegó rodeada de misterio, y lo primero que se supo de ella es que se había rodado en 70 milímetros, en VistaVisión y que duraba casi cuatro horas con un descanso de 15 minutos incluido. Podían haber sido simples ramalazos pedantes, y sin embargo todo cuadraba. Lo que Brady Corbet había decidido contar en su tercer filme, y la forma en la que había decidido contarlo era tan grande, tan apabullante, que necesitaba ese tiempo y esa escala.
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