A veces la actualidad resulta tan abrumadoramente apremiante que nos interpela constantemente y no tenemos más remedio que hacerle caso. Pero también puede resultar tan agobiadora que, como en el momento actual, por mucho que uno se vea impelido a hablar de Gaza, de la Corte Penal Internacional, de la inteligencia artificial o de Groenlandia (las cuestiones políticas españolas las dejo en manos de mis colegas españoles), también resulta tentador achacar toda la actualidad a síntomas de ese cambio de era que estamos viviendo, como nos recordaba el otro día Félix de Azúa en su comparecencia en la Fundación Juan March. (No un cambio de época, insistió, sino de era). No para empequeñecerla o trivializarla –la limpieza étnica de dos millones de personas que proponen y están llevando a cabo los criminales e irresponsables mandatarios de EEUU e Israel no es asunto baladí y nos atañe a todos–, sino para permitirnos el lujo de una tregua. Así que pido disculpas; el presente artículo representa una breve tregua porque me propongo hablar de literatura.
Antes de conseguir hilvanar las pocas ideas que tengo al respecto a propósito de un congreso sobre la ciudad en la literatura en el que participo cuando este texto se publique, se me agolpan indiscriminadamente en la mente el Londres victoriano y eduardiano de Sherlock Holmes y su creador Arthur Conan Doyle o el de El Dr. Jekyll y Mr. Hyde de Robert Louis Stevenson; el París de Jean Valjean y Los Miserables de Víctor Hugo; el Madrid de las novelas de Benito Pérez-Galdós o el de Mañana en la batalla piensa en mí de Javier Marías; la Barcelona de la joven Andrea creada por Carmen Laforet en Nada; el Berlín de El saltador del muro de Peter Schneider; o la Venecia de Los papeles de Aspern de Henry James o la más contemporánea de Donna Leon y su comisario Brunetti. Indiscriminadamente, repito.
Y estas ciudades literarias hacen que, a través de la literatura, las ciudades se sobrepongan a su materialidad geográfica y adquieran una realidad inmaterial que resulta mucho más duradera, atractiva y tentadora. Muy a menudo resulta imposible transitar por las calles de una ciudad sin que se interponga o proyecte sobre ellas esta otra realidad creada, imaginada, transformándolas en ensoñaciones que pueblan nuestra imaginación y medien en nuestra percepción de la realidad. Claro que también hay ciudades como Venecia, una de las más escritas y que más arte ha engendrado en el mundo y que a diferencia de todas las demás ciudades del mundo, ya parece de por sí, sin falta de mediación artística alguna, ser el fruto más depurado y exquisito de un sueño, eso sí, el sueño de un dios ebrio –¿a quién, si no, se le ocurre construir una ciudad sobre el agua?–, un sueño no por descabellado menos sumamente imaginativo y creativo. Pero probablemente sea la excepción.
Sea como fuere, me parece que la historia de la literatura está íntimamente relacionada con la historia del crecimiento de la ciudad, y la historia de las ciudades con la de la literatura. Estoy hablando de Europa, por lo menos. Y entonces me acuerdo de un artículo de María Zambrano en el que afirmaba que «una ciudad sin escritores queda vaciada de su esencia de ciudad, y aparece como un complejo aglomerado, como algo que puede cambiarse, trasmutarse o desaparecer sin que su vacío se note. Una ciudad sin escritor es un templo vacío, una plaza sin centro, o quizá con el centro desplazado y puesto al margen, esquinado, para dejar su lugar, todo el lugar, a algo cuyo nombre no está siquiera bien catalogado, algo para lo que, en realidad, no hay palabra. Residuos, pues, alogoi, fuera del logos, sin posible nombre; residuos que hacen imposible la imagen de centro y círculo».
Decadencia de Europa
Así que los escritores han sido los espejos de las ciudades, pero espejos en un sentido activo, como añade Zambrano, porque no se han conformado con reflejar la imagen de la ciudad, sino con crearla y recrearla una y otra vez. Y la decadencia de la figura, el papel y la función del escritor, y del intelectual en general, en nuestra sociedad está ligada sin duda a la decadencia de la educación, del arte, de la universidad y de otros valores especialmente humanísticos, es decir, de las humanidades y de la humanidad, del conjunto de todos los seres humanos, de la cualidad y la condición de lo humano y también del conjunto de todas las ciencias relativas al ser humano, tales como la filosofía, las lenguas y la literatura. Todo esto forma parte de ese cambio de era del que nos hablaba Félix de Azúa. Esta decadencia ha contribuido también a la decadencia de Europa en general y lo que nuestro continente representaba, sus valores.
Y, bien pensado, quizás esto nos ayuda a comprender mejor por qué nos encontramos en la encrucijada en que nos encontramos en la actualidad y por qué se menosprecia tanto la vida como los valores humanos que durante tanto tiempo nos ayudaron a poner cierto orden en nuestro caótico mundo.
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