Se preguntarán como llegue aquí, ¿cómo es posible que llevo 30 años en este medio, hablando, escribiendo, entrevistando y viendo todo el cine del mundo, y de pronto, me tengo que hacer esa pregunta? ¿Por qué vivo rodeada de sospechas de que hay gente diciendo que le pareció fantástica una cinta que a mí, solo por pose, me pareció nefasta? ¿Y con qué derecho defiendo mis argumentos para afirmar que esa película es nefasta si de todos modos la gente va a creer lo que quiere? De la película y de mis motivaciones. Ya no nos escuchamos, ¿de qué sirve una recomendación? Y sobre todo, ¿cómo es que llegamos a esta temporada de premios igual de fragmentados, enojados y divididos como lo estamos en la política?, ¿por qué nos molesta tanto lo que el otro afirma?
Hay muchos elementos contundentes y cuantificables cuando se trata de hacer buen o mal cine. Y hay millones más que son imposibles de clasificar. Como en la música, algunos buscamos ritmo, armonía, melodía, rima, sentido, emoción. El jazz es música y puede ser de la mejor, y el reguetón genera emociones en sus fans de maneras que no puedo entender, pero debo reconocer que ahí están.
Con estas nominaciones a los Oscar vienen estos y muchos más pensamientos que se parecen tanto a la política. Se vislumbran como un descarado contrapeso contra el autoritarismo mostrado por las acciones y decretos de Trump.
¿Tiene que ver el arte y el buen cine? ¿O el buen cine ya solo es bueno porque provoca? Si ese es nuestro criterio, qué enorme cineasta resulta ser Donald Trump y nuestras versiones locales, ¿no lo creen?
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