Irving Penn, la elegancia es eliminación

Su manera de abordar la fotografía casi parece incompatible con el ritmo endiablado que mueve hoy la industria. Se tomaba su tiempo y solía plasmar sobre el papel la imagen exacta que luego quería captar: “Hacía estos maravillosos dibujos antes de una sesión […]. Cuando pienso en el señor Penn, pienso en un sensei ”, declaró en 2017 con cariño Issey Miyake, que se alió con él para varios encargos comerciales de su marca, incluidos también en la muestra. Para el estadounidense, fotografiar incluso un trozo de tarta podía ser arte. Sus bodegones tenían la minuciosidad de los artistas holandeses y la estilización de los cubistas. En realidad, Penn se involucraba en todo el proceso fotográfico como un pintor. Introdujo fondos iluminados con luces estroboscópicas y fue un artesano del cuarto oscuro, donde experimentó con el platino, el paladio y la impresión en gelatina de plata. Fue así como consiguió elevar sus instantáneas de basura a categoría de museo: “La belleza gráfica y fotográfica no son cualidades sorprendentes en su obra, pero [estas imágenes] explican estas virtudes con una riqueza, confianza y virtuosismo que no tienen parangón en sus trabajos anteriores”, sostuvo John Szarkowski, del MoMA de Nueva York, en la nota de prensa sobre su primera exposición monográfica que acogió el centro, en 1975. Se enfocó en sus Cigarettes, un porfolio que exploraba una temática específica, como hizo en sus estudios florales o las series de retratos de diferentes oficios (Small Trades) que acabaron publicados en las distintas ediciones internacionales de Vogue.

Penn tuvo tantos adeptos como detractores. Sus imágenes para la revista, cuyo efecto paralizante Liberman definió como stoppers, provocaron quejas en el pasado de editores como la legendaria Edna Woolman Chase. Dijo que sus fotos “quemaban la página”, y no especialmente como un cumplido. La prensa de arte especializada también criticó tanto sus bodegones de basura como los retratos de pueblos indígenas de Nueva Guinea o Perú, por fotografiarlos fuera de su contexto. “Para cada uno de nosotros, el estudio [portátil] se convirtió en una especie de zona neutral”, escribió el fotógrafo en la introducción de Worlds in a Small Room, donde recopiló estas series etnográficas. “Sin palabras, solo a través de su postura y concentración, fueron capaces de decir mucho y salvar la brecha entre nuestros dos mundos”. Además, en sus manos se fundieron las fronteras tradicionales entre fotografía artística y publicitaria: sus trabajos comerciales fueron considerados demasiado artísticos, y los artísticos, demasiado comerciales. Para él, sus fotos para anunciantes como Clinique o Chanel eran “trabajo decente”, y les dedicó la misma intensidad que a las imágenes de belleza publicadas en Vogue. “Me puedo obsesionar con cualquier cosa si la observo el tiempo suficiente”, sostuvo en 1991 para The New York Times.Es la maldición de ser fotógrafo”.

Fuente: Noticia original

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